domingo, 6 de marzo de 2011

Egipcios -3-



Qásim Amín  (1865-1908) bebió de las fuentes de Abduh (y de al-Afgani, un personaje controvertido al que algunos consideran un intelectual y abnegado luchador, mientras que otros lo tienen por un cantamañanas y ególatra impostor). La particularidad de Amín es que se empapa no solo de positivismo (eso lo hacen muchos) sino, también, de darwinismo; eso lo lleva ―en un peligroso y poco acertado ejercicio de sociobiología avant la lettre― a interpretar la decadencia de las sociedades islámicas como el resultado de la selección natural. Opina que en la lucha por la supervivencia la ignorancia conduce a la inferioridad y sitúa el principio de esa ignorancia en la familia, en la que, dice, imperan relaciones de tiranía; y para revertir tal situación, hay que cambiar el núcleo, que es, a la vez, el elemento más débil: la mujer. La solución la resume en educación y consideración social. Habla de que la mujer debe salir del aislamiento del hogar y que debe vestir sin velo. Y todo eso lo escribe alrededor de 1900 y en Egipto (en dos libros, aquí reducidos a tres frases). No recibe aplausos, pero tampoco lo obligan a callarse, y eso es una medida del aire que se respira. Se ha imbuido de positivismo y cree que la mejor sociedad es la que se basa en el conocimiento y en la ciencia. No deja de ser musulmán, pero, como otros intelectuales liberales, tiene como objetivo paragonar la sociedad egipcia con las europeas. Hoy lo tacharían de traidor a la patria y de neocolonialista.

En ese grupo está también Lutfi as-Sáyyid (1872-1963), menos radical y más nacionalista que Amín; cree que lo que sea Egipto lo será por su historia y no por la religión que predomine en su sociedad. También tiene más carga política. El poder crea sujetos sin derechos, y el despotismo de los poderosos alimenta el servilismo de los ciudadanos y su sumisión mental: ese es el problema (eso podría ser la formulación intelectual de una expresión de uso corriente, al menos hasta ahora, en Egipto: ma aaleish; algo así como ‘no importa’ o ‘da lo mismo’). Y habla de fortaleza, confianza en sí mismos e independencia de espíritu. Las autocracias y los sentimientos no generan naciones fuertes, dice; así que la ley debe basarse en el acuerdo, y la unidad, en los intereses comunes. Pero para él, Europa no es el único modelo. Egipto tiene un pasado milenario y glorioso; esos elementos culturales y el territorio es lo que da cohesión, sin necesidad de apelar a la religión. La educación proporcionará libertad; y en concreto, la educación y la liberación de la mujer darán bienestar a la nación. Incluso si lo dijera hoy parecería revolucionario.

Ali Abd ar-Ráziq (1888-1966), de formación y carrera clásicas, era juez islámico y ulema de al-Azhar, si bien es cierto que creció en un ambiente liberal y racionalista. De hecho, estudió en Oxford, y estuvo relacionado con Abduh y con  Lutfi as-Sáyyid. En 1925, escribe un libro titulado El islam y los fundamentos del poder (trad. J. A. Pacheco. Universidad de Granada, 2007) en el que afirma que el califa no es un jefe político, por lo que si la comunidad hallara una forma de gobierno que le sea más conveniente que el califato, habría que adoptarla para defender mejor la ley de Dios. Su tesis es que el islam no obliga a tener un sistema político ni de gobierno determinados, sino que, por el contrario, da libertad para que una sociedad organice su Estado según las condiciones y las demandas sociales y económicas con las que  se encuentre en cada momento. Dicho en términos actuales, está defendiendo el laicismo de las sociedades islámicas. No hay herejía en la libertad ni contaminación colonialista en la democracia; pueden decidir cómo quieren gobernarse. El Consejo Supremo de Ulemas de al-Azhar intervino de oficio y lo inhabilitaron como ulema y como juez. Lo acusaron de radical; muy al contrario, seguía, y de manera ortodoxa, la tradición islámica de opinión y argumentación, pero las ejerció con cuatro elementos en contra. Sus iguales, los ulemas (ignorantes y miedosos); su sociedad (mucho tiempo en la pobreza y el subdesarrollo); los otros políticos liberales (ven que pueden hacerse con el espacio político que deje); y Europa, donde quien conoce el libro, lo desprecia (por intentar mantener privilegios ya insalvables se pierden oportunidades futuras; los últimos treinta años son un ejemplo).

Abd ar-Raziq es, quizá, el último intelectual que escribe con libertad (y lo pagó caro : paso el resto de su vida de chupatintas en ministerios, condenado al ostracismo). Luego llegaron nacionalistas como Saad Zaglul, sectarios pseudoreformistas como Rachid Ridà y Hassan el-Bannà, y una revolución, la de los Oficiales Libres, demasiado populista y preocupada por ese quitate tú pa’ponerme yo que tanto les gusta a muchos militares como para atender a esos tres factores que tanto habían repetido quienes reflexionaron en cómo construir un Egipto moderno: la educación, la mujer y (cierto) laicismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario