Qásim Amín (1865-1908) bebió de las fuentes de Abduh (y de
al-Afgani, un personaje controvertido al que algunos consideran un intelectual
y abnegado luchador, mientras que otros lo tienen por un cantamañanas y
ególatra impostor). La particularidad de Amín es que se empapa no solo de
positivismo (eso lo hacen muchos) sino, también, de darwinismo; eso lo lleva
―en un peligroso y poco acertado ejercicio de sociobiología avant la
lettre― a interpretar la decadencia de las sociedades islámicas como
el resultado de la selección natural. Opina que en la lucha por la
supervivencia la ignorancia conduce a la inferioridad y sitúa el principio de
esa ignorancia en la familia, en la que, dice, imperan relaciones de tiranía; y
para revertir tal situación, hay que cambiar el núcleo, que es, a la vez, el
elemento más débil: la mujer. La solución la resume en educación y
consideración social. Habla de que la mujer debe salir del aislamiento del
hogar y que debe vestir sin velo. Y todo eso lo escribe alrededor de 1900 y en
Egipto (en dos libros, aquí reducidos a tres frases). No recibe aplausos, pero
tampoco lo obligan a callarse, y eso es una medida del aire que se respira. Se
ha imbuido de positivismo y cree que la mejor sociedad es la que se basa en el
conocimiento y en la ciencia. No deja de ser musulmán, pero, como otros
intelectuales liberales, tiene como objetivo paragonar la sociedad egipcia con
las europeas. Hoy lo tacharían de traidor a la patria y de neocolonialista.
En ese grupo está también Lutfi as-Sáyyid (1872-1963), menos radical y más nacionalista que Amín; cree que lo que sea Egipto lo
será por su historia y no por la religión que predomine en su sociedad. También
tiene más carga política. El poder crea sujetos sin derechos, y el despotismo
de los poderosos alimenta el servilismo de los ciudadanos y su sumisión mental:
ese es el problema (eso podría ser la formulación intelectual de una expresión
de uso corriente, al menos hasta ahora, en Egipto: ma aaleish; algo
así como ‘no importa’ o ‘da lo mismo’). Y habla de fortaleza, confianza en sí
mismos e independencia de espíritu. Las autocracias y los sentimientos no
generan naciones fuertes, dice; así que la ley debe basarse en el acuerdo, y la
unidad, en los intereses comunes. Pero para él, Europa no es el único modelo.
Egipto tiene un pasado milenario y glorioso; esos elementos culturales y el
territorio es lo que da cohesión, sin necesidad de apelar a la religión. La
educación proporcionará libertad; y en concreto, la educación y la liberación
de la mujer darán bienestar a la nación. Incluso si lo dijera hoy parecería
revolucionario.
Ali Abd ar-Ráziq (1888-1966), de formación y carrera clásicas, era juez
islámico y ulema de al-Azhar, si bien es cierto que creció en un ambiente
liberal y racionalista. De hecho, estudió en Oxford, y estuvo relacionado con
Abduh y con Lutfi as-Sáyyid. En 1925, escribe un libro
titulado El islam y los fundamentos del poder (trad. J. A.
Pacheco. Universidad de Granada, 2007) en el que afirma que el califa no es un
jefe político, por lo que si la comunidad hallara una forma de gobierno que le
sea más conveniente que el califato, habría que adoptarla para defender mejor la
ley de Dios. Su tesis es que el islam no obliga a tener un sistema político ni
de gobierno determinados, sino que, por el contrario, da libertad para
que una sociedad organice su Estado según las condiciones y las
demandas sociales y económicas con las que se encuentre en cada momento.
Dicho en términos actuales, está defendiendo el laicismo de las sociedades
islámicas. No hay herejía en la libertad ni contaminación colonialista en la
democracia; pueden decidir cómo quieren gobernarse. El Consejo
Supremo de Ulemas de al-Azhar intervino de oficio y lo inhabilitaron como ulema
y como juez. Lo acusaron de radical; muy al contrario, seguía, y de manera
ortodoxa, la tradición islámica de opinión y argumentación, pero las ejerció con
cuatro elementos en contra. Sus iguales, los ulemas (ignorantes y miedosos); su
sociedad (mucho tiempo en la pobreza y el subdesarrollo); los otros políticos
liberales (ven que pueden hacerse con el espacio político que deje); y Europa, donde
quien conoce el libro, lo desprecia (por intentar mantener privilegios ya
insalvables se pierden oportunidades futuras; los últimos treinta años son un
ejemplo).
Abd ar-Raziq es, quizá, el último intelectual que escribe con
libertad (y lo pagó caro : paso el resto de su vida de
chupatintas en ministerios, condenado al ostracismo). Luego llegaron nacionalistas como Saad Zaglul, sectarios pseudoreformistas
como Rachid Ridà y Hassan el-Bannà, y una revolución, la de los Oficiales
Libres, demasiado populista y preocupada por ese quitate tú pa’ponerme
yo que tanto les gusta a muchos militares como para atender a esos
tres factores que tanto habían repetido quienes reflexionaron en cómo construir
un Egipto moderno: la educación, la mujer y (cierto) laicismo.
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