Una tarde noche de viernes. Una pareja en la treintena. Él
camina a zancadas largas un poco por delante
y va dice: “Corre, que llegamos tarde”. Ella, detrás, responde “pues yo no
puedo ir más deprisa”, mientras camina con pasos cortos, casi a saltitos, en un
equilibrio muy inestable que pone de manifiesto que la muchacha tiene unos
tobillos y unas rodillas de acero.
Es una imagen común. Hombres con camisa o camiseta, vaqueros, chupa o americana, deportivas, todo normal y
cómodo. A su lado, mujeres con zapatos de tacón altísimo, anticipo de inevitables
juanetes; faldas que dificultan el paso, vestidos de tirantes en invierno, la
uñas, la cara y el pelo denotan horas de la vida dedicadas a ser más algo que los
demás; o en muchos casos, los ahorros o un crédito consagrados a poner trozos
de carne que no tenía o a quitar otros que creía sobrantes.
PS: El asunto lo remata la diferente
consideración de la edad en ellos y ellas; aunque encalabrina, de tan obvio que es, aburre.
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