He debido de perderme
algún momento histórico; uno en el que la humanidad ha decidido que aquellas
puñeteras leyes y acuerdos redactados tras el horror de la Segunda Guerra Mundial
para intentar que el horror fuera un poco menos cruel. Y ahora resulta que la
caza y captura, el asesinato extrajudicial y sumario, y la eliminación del
cadáver del ejecutado son actos políticos bendecidos por representantes
democráticos de los ciudadanos de unos cuantos países. Es más, le damos vueltas
a si ha sido una ilegalidad (la inmoralidad más vale que ni la pronunciemos) o
un acto de guerra; mira con qué burdo tirabuzón lingüístico dejamos en orden la
vida y la muerte. Y los gobiernos asienten y los ciudadanos se inmutan poco y
el Tribunal Penal Internacional silba.
Eso era solo el final. Para
llegar al momento culminante de la acción salvadora, se ha utilizado la
tortura, esa bajeza de la que habíamos renegado y habíamos aborrecido. Y ahora no
solo parece bien sino que se presume de su eficacia. Luego condecoran al
escuadrón que voló en la noche, asaltó la casa de un sospechoso en Pakistán, lo
mató y arrojo su cuerpo al mar; escuela pinochetista con última tecnología. A
partir de ahora, nada impide que a cualquier sospechoso de un crimen muy
horrible nos lo quitemos de en medio cuanto más rápido mejor. Espero que haya
un listo que defina sospechoso, horrible, muy y rápido.
Incluso, poniéndonos cínicos, que se atrevan con útil.
Funcionábamos con unas normas (convicciones para algunos) que dificultan la lucha contra los malos pero que nos hacían mejores. ¿Y ahora?
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