Llevo días con esa imagen en la cabeza, no es constante, pero
se me aparece de vez en cuando, en situaciones y en lugares insospechados, sin avisar, sin que nada la anuncie. Cuando
creo que ya no volverá, asoma de nuevo y me rasga los párpados. No se me borra
la imagen de un Mario Monicelli decrépito, con la fragilidad que desprenden los
ancianos. No consigo dejar de imaginarlo con esos
camisones humillantes de los hospitales, buscando a tientas la ventana adecuada y una silla a la que poder encaramarse para alcanzar a su objetivo. No
puedo cesar de pensar en un viejo extenuado por un cáncer terminal y agotado por la
lucidez que no te muestra más horizonte que la desesperanza. No se me agota la
pena de sospechar la desazón de sentirse abandonado en el último momento y ya
para siempre. No me abandona la rabia de intuir la angustia de decidir que para
sortear el dolor buscarás dolor y que no habrá sosiego y calor en el último segundo. Quiero pensar que se imaginó una escena cómica en la que un anciano casi ciego tropieza, consigue a duras penas subirse a la silla y con la última fuerza darse el impulso suficiente para saltar por la ventana.
Con la rabia de pensar que la dignidad de Monicelli y su combativa integridad no hayan merecido algo más de compasión, me encuentro con el reportaje que le dedican a un ciudadano llamado Carlos Santos, quizá menos combativo, pero no menos íntegro. Sí, sí que hay formas más dignas de morir.
Lo que yo decía: el casco y el botón. Pero si hay que escoger, casi mejor que al menos nos dejen el botón.
ResponderEliminar(por error se me deslizó este comentario en el post de los atunes, cosas que pasan)