domingo, 14 de marzo de 2010

Santas sin peana, heroínas sin estatua

El primer día que entré en la universidad, además de estar impresionada por un edificio antiguo de techos altísimos y pasillos en los que resonaban los pasos, me sentía cohibida y, al mismo tiempo, emocionada. Cierto que yo llegaba desde una pequeña ciudad en la que la universidad era casi un lugar mítico al que iban unos pocos privilegiados (con más inteligencia y con más dinero que los demás); cierto también que, con apenas diecisiete años, yo veía en ese lugar una promesa de horizontes abiertos casi infinitos; y todo eso, a pesar de que mis dos hermanos ya habían cursado sendas carreras (y uno de ellos daba clase en la facultad a la que yo acudía), que ante mis ojos había un montón de gente normal, que a los profesores (a muchos) ya se los trataba de tú y que por los pasillos circulaban tantas mujeres como hombres. Y aun así, yo estaba sobrecogida y emocionada.
Así que no puedo imaginarme cómo se sintieron Concepción Arenal, María Elena Maseras y Dolores Aleu, cuya historia cuenta el rector de la Carlos III en El País. La primera tiene alguna calle, pero las otras dos son muy poco conocidas, y la universidad de Barcelona, que tuvo el honor de tenerlas como alumnas (más o menos clandestinas), no les ha dedicado ni un aula (que yo sepa). Su vida no se estudia en ninguna parte ni sus historias se cuentan en televisión (se dedican a vidas interesantes e historias edificantes de señoras cuyo mérito es haberse casado con un señor famoso, ¡qué derroche de modernidad!). Esas fueron las pioneras, auténticas heroínas sociales (ser héroe en una guerra es mucho más fácil porque todo lo propicia). Pero las siguieron muchas otras, a partir de ese 8 de marzo de 1910 en el que el ministro de Instrucción Pública, el conde de Romanones (que nadie se confunda, era de todo menos bueno: montó la guerra de Marruecos para hacerse rico con la explotación de minerales e hizo pasar el ferrocarril en Guadalajara por tierras de su familia para sacarse un pasta con la expropiación, y ya sé que ambos hechos parecen sacados de noticias recientes) firmó la orden que autorizaba a las mujeres a matricularse en todas las instituciones docentes.
Al-Tahtawi fue un imán egipcio que Muhammad Alí mandó en 1826 con estudiantes a París para que actuara de asesor espiritual. Lejos de reducir su trabajo a esa función, se fijó en todo y llegó a unas cuantas conclusiones, que reflejó en un libro (no traducido al español) y en un intenso trabajo de propuestas pedagógicas que desarrolló ya a su vuelta a Egipto. Una de sus ideas fundamentales era que había que educar a las mujeres. No es que fuera un feminista desaforado y reivindicara derechos, sino que, decía, la mujer que estudia no pierde el tiempo en chorradas (andar cotilleando con las vecinas) y que, por otra parte, las mujeres eran (¿son?) quienes más influencia tenían en los hijos, de manera que su educación era una inversión de futuro imprescindible para un país. Y el mundo le da la razón: los países avanzan cuando sus mujeres se educan, adquieren cultura y derechos, y participan de la vida económica y social; por no hablar de situaciones realmente difíciles, en las que son las mujeres las que dan el callo para salir de la ruina (comprobado que tiene más coraje para iniciar proyectos y cumplen mejor la devolución de los créditos). Es importante entender que de que las mujeres estudien y tengan todo tipo de derechos se beneficia toda la sociedad (y no necesariamente ellas que, en primar instancia, asumen los derechos y no pierden ninguna de las obligaciones anteriores).
No conozco los nombres de las primeras (y la segundas y las terceras) mujeres que se matricularon en las universidades españolas ya con pleno derecho; derecho, sí, pero costumbre no, así que me imagino que la mayoría de ellas tuvo que pasar por discusiones y presiones familiares, por gestos sociales de desprecio, cuando no por el insulto. Desde muy pequeña, oí a mi madre decir que yo tenía que estudiar, para no depender de nadie, porque un hombre sin estudios podía ganarse bien la vida, pero una mujer, no (entonces todavía no había mujeres en profesiones cualificadas). Así que yo, que tan fácil lo tuve todo, siento un enorme agradecimiento por aquellas mujeres que se matricularon en la universidad hace cien años. Sus nombres merecerían ser materia de estudio, o, por lo menos, estar inscritos en una placa en cada una de las universidades españolas.

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