sábado, 15 de enero de 2011

Nunca vi Agadez



El Sahel está poniéndose difícil; para los extranjeros, para sus habitantes siempre lo ha sido. Hace días que estoy rabiosa. La muerte me enfurece. Los dos franceses secuestrados en Niamey y asesinados me han dolido y enfurecido más que otros secuestrados, quizá porque hace poco yo andaba comiendo y desayunando por el barrio de Plateau, donde los secuestraron. Ha sido AQMI, de quien dicen que no ejecuta acciones sucias directamente, sino que subcontratan bandas de las habituales en la zona, de las que siempre se han encargado del tráfico ilegal de lo que sea (drogas, personas, coches, armas). Ahora se han hecho más crueles, porque sacan mucho más provecho. Hablan de Dios, de creencias y justicia, y no saben más que de dinero y privilegios. Hay que echarse a temblar en cuanto alguien grita la palabra Dios, muy cerca siempre anda otra: muerte, y su más real y cruel realidad.

¡Ah, el desierto! Ese sí que es un territorio descarnado. Los viejos de Tamanraset, en algún momento de cierta locuacidad cuentan de cuando se hacía el correo a camello entre Tam y Agadez, y trabajaban para los franceses o para la resistencia, sin más ley que sobrevivir al desierto, y a la pobreza y a los enemigos, que nunca faltan. Ahora van (algunos) en coches todo terreno, pero es la misma vida, y pueden hablar de la miseria que muerde a los habitantes del sur de Argelia y del norte de Níger, y de cómo el petróleo, el gas, el uranio y todo lo que haya valioso pertenece a alguien que está al otro lado del mar, del de arena y del de agua, en otro continente, en otra vida. Los tuareg tenían por símbolo un árbol, el del Teneré, y un camión lo arranco de cuajo. Testimoniaba la vida dura y tenaz,  casi milagrosa, en el desierto; la tenacidad imprescindible, los seres vivos enjutos y sobrios que lo habitan. Ahora ese tronco reseco está en el Museo Nacional, junto a una sala donde se explica la extracción del uranio y la riqueza que encierra. Y a otra con restos de dinosaurios, que murieron porque ya no tenían qué comer, allí, en ese mismo desierto. Es el museo de las metáforas, aunque pueda parecer que está llenos de elementos realistas e, incluso, de realidades.

Yo me muero por ir a Agadez y a Bilma, y por recorrer los desiertos del Aír y del Teneré (valga la redundancia porque Teneré significa, en tamasheq, desierto), pero han decidido que no, en nombre de algún dios, por lo visto, y de una religión que ni conocen ni les interesa. No saben que ese dios que no se les cae de la boca dicen que dice «¡Haced el bien! Tal vez así prosperéis». Con que fueran a la mezquita aljama de Niamey a leerlo sería suficiente.

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