domingo, 10 de octubre de 2010

El ataque de los letraheridos vivientes


Hay millones de personas que saben empuñar un pincel y abrir un bote de pintura; Algunos incluso acaban de pintar el techo del cuarto de baño o las puertas de los balcones, trabajos ambos que requieren cierto dominio de los utensilios y las técnicas a fin de no ponerlo todo perdido y de que no haya más pintura en la pared aledaña que en la puerta en cuestión. Unas pocas personas que saben hacer eso pintan cuadros; y de estas, son prácticamente insignificantes (estadísticamente hablando) las que creen merecer que su obra se muestre al público en un museo o en una sala de exposiciones.

Sin embargo, hay que ver qué montón de individuos cree que el hecho de hablar los capacita para escribir un libro. No digo, ni siquiera, hablar bien; solo el mero hecho de usar (insisto en que no siempre bien) palabras para comunicarse da a muchas personas la certeza de que su novela va a ser la caña, en cuanto consigan meter unos cuantos conflictos (mejor que ocurran en el pasado remoto) un cierto misterio (la dosis adecuada de negrura, a ser posible con unas gotas de esoterismo y un chorrito de conspiración), un poco de sexo (con más o menos amor según la ideología o las fantasías secretas del autor) y, ya en el peor de los casos, unas cuantas páginas de erudición wikipédica.

Cada vez hay más servicios (negocios) que les ofrecen a esa personas la posibilidad de publicar su novela, por un precio (módico o no). A veces les sugieren que contraten un corrector para pulir un poco el libro, pero nadie les cuenta que un original (y, a menudo también una traducción) debe pasar por las manos de un editor (un editor de mesa, no el dueño de la editorial). Tampoco les dicen cuántas correcciones debería pasar un libro para salir bien ni qué tiene que hacer cada uno de los correctores que trabaje el texto. Lo malo es que, muchas veces, no les dicen todo eso por pura ignorancia de los procesos y los pasos necesarios para tener cierta garantía (que no garantía cierta) de la calidad de un libro, sea una novela, ensayo filosófico, tratado médico, guía de viaje o libro escolar, y sea en papel o digital. Porque la cuestión es que corre el bulo de que ahora, con “eso del libro electrónico” y con Internet, los libros de hacen en un pispás, que puede hacerlos cualquiera y que por fin nos hemos librado del despotismo de las editoriales. «Tú escribes lo tuyo y lo publicas, sin intermediarios que te cambien ni una coma», como si eso fuera lo mejor que le pueda pasar a un libro, y, por ende, a un autor y a los lectores.

Las editoriales se quejan de que no se reconozca su función, claman que tendrán que hacer frente a la piratería y que cualquier se autoedita (quieren decir publica) su propio libro, pero son las principales responsables de la situación. Muchas (las grandes) han reducido el director editorial (responsable de la calidad de los libros) a un jefe de compras (responsable de que los libros se vendan mucho) y han ido eliminando el trabajo del editor de mesa y las correcciones: directamente o empresa de servicios editoriales mediante, presupuestan poco tiempo y menos dinero; lo de menos es el  producto (libro) final. Tampoco tendrán que escuchar ni siquiera oír (aunque mucha gente no lo crea, son dos verbos con significados diferentes, porque designan actitudes y procesos neurológicos distintos) quejas ni reclamaciones; cuentan con la imprescindible colaboración de los lectores.

Ya hace tiempo que no le quito la etiqueta con el precio a un libro hasta que no llevo el 10% (aproximadamente) leído. Si hasta ahí no me encuentro taras (anacoluto, anantapódoton, incongruencias de contenido, transcripciones de lenguas extranjeras poco cuidadas o inconsistentes, falsos amigos en caso de que sea una traducción, y otros rotos y descosidos) ya lo hago mío. Pero si en las páginas iniciales me topo con desconchones (no doy importancia a las erratas esporádicas), lo devuelvo y me quejo por haberme vendido un producto en mal estado. La cuestión es ser capaz de detectar que está en mal estado o que es gato y no liebre. A mí, por ejemplo, me dan olivas negras pequeñas acompañadas de una publicidad que diga que es caviar y pueden ahorrarse el esturión. Eso sí, no me cuelan un solecismo como prosa refulgente ni un cuento chino como novela de sutil arquitectura narrativa, y eso que yo a duras penas soy capaz de pintar una pared con rodillo.
  
PS: Cerca andan, si no son casos análogos, los llamados libros de autoayuda, que disfrazados de filosofía no pasan de ser recopilaciones de perogrulladas de sentido común, en el mejor de los casos, o agua del grifo vendida como crecepelo instantáneo, en los casos de filósofos o psicólogos de pacotilla con más cara que espalda y una buena tajada en derechos de autor apadrinados por editoriales que gastan mucho más en marketing que en informes de lectura, editores y correctores.

2 comentarios:

  1. Pues el otro día, al acabar de leer el último libro de Elizabeth George editado por Roca les escribí diciéndoles que se les habían colado muchos errores, no sólo de letras de menos o de más sino palabras enteras. Pensé que se habían ahorrado a todo aquel trabajador intermedio entre la traductora y el empaquetador.Y me acordé de usted y de algo que leí al respecto. Saludos desde arriba.

    ResponderEliminar
  2. Querido amigo Shysh:

    Le aconsejo que si no le avisaron de que tenía agujeros y desconchones y no se lo dejaron de saldo, devuelva el libro por las taras que cita. No hay otra manera de que entiendan que el lector es inteligente y sabe leer que adoptar el papel de cliente que nos adjudican.
    Abrazos muy cordiales desde abajo.

    ResponderEliminar