domingo, 28 de febrero de 2010

Ni contigo ni sin ti

Hay historias que solo se cuentan de noche y en la radio, que de tan reales como la vida misma, son la puta vida misma. En las noches de sueño agitado, en ese dormirse y despertarse, y pensar que no pasa el tiempo y que esa duermevela inesperada no acabará nunca, estiro el brazo hasta el botón del radio-despertador; entonces sumo las emociones ajenas a las propias y resto de mis dolores los de los demás; también multiplico los puntos de vista y, si la noche se hace eterna, divido la angustia entre mi historia y las de otros. Además, Fernando Lázaro Carreter era asiduo oyente del Hablar por Hablar, y confieso que siento un íntimo regocijo en compartir con él esa afición forzada, aunque yo no vaya a engendrar jamás una joya del estilo de El dardo en la palabra.

Hay noches en las que las voces de la radio, en vez de ese runrún de efecto somnífero son como un hierro candente atravesando las entrañas. Eso me ocurrió hace un par de noches. Contaba aquella mujer que desde hace unos cinco años vive en la misma casa que su marido, sin que haya no ya vida de pareja (sea eso lo que sea en cada caso y en cada casa) sino tampoco una relación personal. La historia parecía interesante; la mujer hablaba con voz serena y parecía sugerir un acuerdo amistoso de compartir vivienda y, de alguna manera, servirse de apoyo mutuo (conozco alguna pareja que vive así con un grado de alegría y satisfacción más que notable). Pero, como si hubiera necesitado calentar la boca y entibiar el corazón, tras algunos minutos, la mujer empezó a soltar todo el peso que llevaba encima.

Ella sigue cocinando, lavando, planchando y «todo lo demás de la casa». Él ni se lo impone ni se lo pide; ni siquiera le dirige la palabra desde hace años. Ella le ha preguntado varias veces si quiere que se vaya, y él se encoge de hombros y le responde que haga lo que le dé la gana. Cuando aparece alguno de los dos hijos que tienen (ya no viven en casa), él mantiene una conversación trivial pero cotidiana, como la de tantas familias; cuando se van, vuelve a ignorarla. Ella solo sale de casa los sábados para ir a la compra; no tiene fuerza para ir a ningún sitio ni amigas que la llamen ni otra familia que le pregunte ni la requiera en ningún acontecimiento. Él sale y entra, va a trabajar, y ella está segura de que, como es normal —dijo— tendrá alguna amiga por ahí. Ella tiene independencia económica (¿algún tipo de pensión?; contó que había trabajado toda la vida); de hecho es ella quien paga la comida; en la cuenta de él se cargan la luz, el teléfono, el gas y ese tipo de gastos.

Una vez, y aquí ya se le había roto la voz, se fue a un balneario un par de semanas y pensó que lo mejor que podía hacer era no volver. Pero al cabo de una semana ya estaba en casa: lo echaba de menos porque lo quiere mucho y no puede vivir sin él… Le duele como un puñetazo cada vez que pasa a su lado y ni la mira ni le habla, como si fuera un mueble. Entre sollozos aclaró que no hay malos tratos, jamás los ha habido. Si al menos le dijera que se marche… que no quiere verla ni saber nada de ella… cree que estaría mejor muerta. Yo, hipando al mismo ritmo que ella, pensé que mejor sería que se muriera él. Y esa noche ni sumé ni resté ni multipliqué ni dividí; me dieron las tantas derivando e integrando que el mundo es un lugar muy feo en el que cuesta mucho quedarse.



2 comentarios:

  1. Ayer pensé que había puesto un comentario y ahora veo que no.

    Decía algo así como que es estremecedor y conmovedor. Y que yo también hipé con el dolor de esa mujer...

    Salud

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  2. Pues no, Narciso; se te borró por las nubes de bits porque no llegó. Lo de aquella mujer es que ya no daba ni para indignarse, era puro dolor. Ni siquera sé si tenía que ver con el machismo, o se trataba de la vileza y la fragilidad unidas bajo el mismo techo.

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