Es difícil imaginar mayor pobreza que arañar la tierra con las manos
para sacarle algo que comer. Y sin embargo, hay algún otro grado más de miseria:
arañarla para coger la propia tierra.
En el norte del Chad, donde acaba la depresión de Mourdi, hay un
pueblo llamado Demi. A 18° 45' 59,81" N, 21° 40' 0,02" E,
según dice Google Earth, que no da señal de que haya casas ni gente allí. Pero
hay de las dos cosas. Al llegar, nos rodean una cincuentena de personas entre mujeres
y niños (ningún hombre). Intentan vender lo que tienen, un imperdible, un aro metálico,
poco más. No dicen nada. Una mujer tiene diarrea, otra estreñimiento, un niño parece
afectado por la tiña, ninguno está bien alimentado. Están entre los que no se
han contado para ningún censo porque no cuentan para nada.
Durante unos meses se desplazan a la salina de Teguedei se instalan
entre las palmeras y sacan sal del lago. El resto del año vuelven a donde
tienen sus casas, donde la tierra está mezclada con sal. La recogen con las
manos. No sé quién, supongo que alguno de los hombres, de vez en cuando, va a
algún sitio, no sé cómo, a vender esa tierra y con lo que le den debe de
comprar grano y quizá algo de ropa. Eso y dátiles secos es lo que comerán. En Demi no se
cultiva nada, no parece que haya ningún animal, no hay ninguna planta que de un
fruto comestible; no hay tienda alguna ni servicios de ningún tipo. Del pozo sacan
el agua salobre que beben.
Es sobrecogedor imaginar esas vidas. No llegan ni a pobres. Parece el lugar,
el instante anterior a morir. Nacer en Demi es no tener ninguna opción de que
haya un día mejor que los pasados ni capacidad alguna de elegir algo en tu vida
—ni en tu muerte— ni de ir a ningún sitio
ni de cambiar nada. Da miedo ver en qué puede consistir la vida.