Hay millones de personas que saben empuñar un pincel y abrir
un bote de pintura; Algunos incluso acaban de pintar el techo del cuarto de baño
o las puertas de los balcones, trabajos ambos que requieren cierto dominio de los
utensilios y las técnicas a fin de no ponerlo todo perdido y de que no haya más
pintura en la pared aledaña que en la puerta en cuestión. Unas pocas personas que
saben hacer eso pintan cuadros; y de estas, son prácticamente insignificantes
(estadísticamente hablando) las que creen merecer que su obra se muestre al
público en un museo o en una sala de exposiciones.
Sin embargo, hay que ver qué montón de individuos cree que
el hecho de hablar los capacita para escribir un libro. No digo, ni siquiera, hablar
bien; solo el mero hecho de usar (insisto en que no siempre bien) palabras
para comunicarse da a muchas personas la certeza de que su novela va a ser la caña,
en cuanto consigan meter unos cuantos conflictos (mejor que ocurran en el
pasado remoto) un cierto misterio (la dosis adecuada de negrura, a ser posible
con unas gotas de esoterismo y un chorrito de conspiración), un poco de sexo
(con más o menos amor según la ideología o las fantasías secretas del autor) y,
ya en el peor de los casos, unas cuantas páginas de erudición wikipédica.
Cada vez hay más servicios (negocios) que les ofrecen a esa
personas la posibilidad de publicar su novela, por un precio (módico o no). A
veces les sugieren que contraten un corrector para pulir un poco el libro, pero
nadie les cuenta que un original (y, a menudo también una traducción) debe
pasar por las manos de un editor (un editor de mesa, no el dueño de la
editorial). Tampoco les dicen cuántas correcciones debería pasar un libro para
salir bien ni qué tiene que hacer cada uno de los correctores que trabaje el texto.
Lo malo es que, muchas veces, no les dicen todo eso por pura ignorancia de los procesos
y los pasos necesarios para tener cierta garantía (que no garantía cierta) de
la calidad de un libro, sea una novela, ensayo filosófico, tratado médico, guía
de viaje o libro escolar, y sea en papel o digital. Porque la cuestión es que
corre el bulo de que ahora, con “eso del libro electrónico” y con Internet, los
libros de hacen en un pispás, que puede hacerlos cualquiera y que por fin nos
hemos librado del despotismo de las editoriales. «Tú escribes lo tuyo y lo
publicas, sin intermediarios que te cambien ni una coma», como si eso fuera lo
mejor que le pueda pasar a un libro, y, por ende, a un autor y a los lectores.
Las editoriales se quejan de que no se reconozca su función, claman que tendrán que hacer frente a la piratería y que cualquier se autoedita
(quieren decir publica) su propio libro, pero son las principales responsables
de la situación. Muchas (las grandes) han reducido el director
editorial (responsable de la calidad de los libros) a un jefe de compras (responsable
de que los libros se vendan mucho) y han
ido eliminando el trabajo del editor de mesa y las correcciones: directamente o
empresa de servicios editoriales mediante, presupuestan poco tiempo y menos
dinero; lo de menos es el producto (libro)
final. Tampoco tendrán que escuchar ni siquiera oír (aunque mucha gente no lo
crea, son dos verbos con significados diferentes, porque designan actitudes y procesos
neurológicos distintos) quejas ni reclamaciones; cuentan con la imprescindible
colaboración de los lectores.
Ya hace tiempo que no le quito la etiqueta con el precio a
un libro hasta que no llevo el 10% (aproximadamente) leído. Si hasta ahí no me
encuentro taras (anacoluto, anantapódoton, incongruencias de contenido, transcripciones
de lenguas extranjeras poco cuidadas o inconsistentes, falsos amigos en caso de
que sea una traducción, y otros rotos y descosidos) ya lo hago mío. Pero si en
las páginas iniciales me topo con desconchones (no doy importancia a las
erratas esporádicas), lo devuelvo y me quejo por haberme vendido un producto en
mal estado. La cuestión es ser capaz de detectar que está en mal estado o que
es gato y no liebre. A mí, por ejemplo, me dan olivas negras pequeñas acompañadas
de una publicidad que diga que es caviar y pueden ahorrarse el esturión. Eso
sí, no me cuelan un solecismo como prosa refulgente ni un cuento chino como novela
de sutil arquitectura narrativa, y eso que yo a duras penas soy capaz de pintar
una pared con rodillo.
PS: Cerca andan, si no son casos análogos, los llamados
libros de autoayuda, que disfrazados de filosofía no pasan de ser recopilaciones
de perogrulladas de sentido común, en el mejor de los casos, o agua del grifo
vendida como crecepelo instantáneo, en los casos de filósofos o psicólogos de
pacotilla con más cara que espalda y una buena tajada en derechos de autor
apadrinados por editoriales que gastan mucho más en marketing que en informes de lectura, editores y correctores.